March 12, 2008

Café con leche para dos

Ya eran las siete de la mañana, el sol saludaba tímidamente al nuevo día, la plaza todavía lucía desierta, pero allí estaba el vagabundo de siempre, durmiendo en uno de los bancos, con un periódico en la cabeza como protector solar, camisa manga larga que alguna vez fue blanca, pantalones largos rojos, sucios y rotos, en un pié un zapato negro y en el otro una media verde con agujeros, como para que sus dedos se asomaran escapándose del calor.
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Palomas caminaban sobre el piso húmedo y frío de la plaza, estaban esperando que llegaran aquellas Señoras que todas las mañanas salían a caminar, se sentaban en uno de los bancos y les tiraban migajas de pan. Estaban unos minutos retrasadas, las palomas tendrían que esperar un poco más.

A lo lejos se escucha el ruido de la ciudad, que poco a poco se va acercando a la plaza. Pero esta parece resistirse a recibir todo lo malo que trae el nuevo día, y con sus árboles frondosos trata de ocultarse de las calles y acurruca a los que todavía no están. Los primeros negocios en abrir son un puesto de diarios y un discreto café. El ruido que hace al abrir la reja de seguridad de la puerta de la cafetería asusta a las palomas, pero apresuradas regresan a sus posiciones para seguir esperando.

En el puesto de diarios ya estaban las noticias del día, pero como eran más de lo mismo, ni el mismo vendedor se interesaba a ojear más allá de los titulares. Un perro a su lado mordía una revista vieja, como si se burlara del mundo, sus dientes se enterraban y rasgaban la página en donde estaba impresa la imagen de unos políticos estrechando sus manos supuestamente en son de paz. Con el pié derecho, el dueño del puesto de diarios espanta al perro, que a pesar de que ya son casi familia, le asusta a la clientela y es mejor que se quede a distancia. El can le responde con un ladrido y moviendo el rabo se aleja del lugar.

La Señora que atiende la cafetería, ya tiene mucho tiempo con el negocio, vive justo arriba por lo que aunque quisiera darse un descanso terminaría de nuevo atendiendo el negocio. Como todas las mañanas a las siete y quince, abre las puertas del local y con la ayuda de su nieta saca las dos mesitas y las sillas para los clientes que decidan sentarse al aire fresco. Da vuelta al letrero que dice cerrado para que los que lleguen se enteren que ya no lo está, y se pone detrás de la barra, mientras la nieta pasa un trapo húmedo sobre las mesas y rellena de azúcar las azucareras. El ambiente se inunda del rico aroma del café recién colado mezclado con el pan que lentamente se tuesta en uno de los hornos.
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Por la acera llega caminando un Señor, se sienta en una de las mesitas afuera de la cafetería, de espaldas al lugar y de frente a la plaza, cualquiera haría lo mismo, la vista era genial. Pide disculpas al aire, se levanta de nuevo, retira la silla que le queda al lado, la vuelve a juntar a la mesa y se sienta de nuevo. La cara del Señor estaba sumamente arrugada, tenía arrugas sobre las arrugas, sus flacos dedos salían ligeramente del interior de la camisa que le quedaba sumamente grande a pesar de que algunos años atrás le quedaba mejor. En uno de sus dedos había una argolla dorada que de momentos brillaba cuando en ella se reflejaba algún rayo del sol. Retiró de su cabeza el gorro que llevaba puesto, y dejó en libertad aquella cabellera blanca, tan blanca como las nubes que como manchas aisladas pintaban el cielo azul. Volteó la cabeza, saludó y pidió café con leche para dos.

La Señora al ver y escuchar al cliente, le hace señas a la muchacha, quien va a donde ella, y en dos minutos recoge la bandeja con las tazas, sale y se acerca a él. Antes de llegar a verle de frente la joven le da los buenos días, da la vuelta, mira al envejecido rostro y le regala una espontánea sonrisa, que rápidamente se empañó por dos lágrimas que brotaron de sus ojos dejando una fina línea de sombra por sus enrojecidas mejillas. El Señor no reaccionó al saludo, tampoco a la sonrisa y mucho menos a las lágrimas, tampoco se dio cuenta cuando ella las secó, su mirada estaba fija en el infinito, pero si se dio cuenta cuando ella puso la bandeja sobre la mesa, y frente a él puso una de las dos tazas que llevaba, la otra la puso en el puesto vacíos a su lado. - Señor, su café con leche para dos - dijo ella, y él levantó la mirada, le dio las gracias y la volvió a bajar. Ella se retiró y al llegar hasta donde su abuela la abrazó.

El se quedó sentado allí, a veces miraba el paisaje, otras veces miraba la silla a su lado, tomaba sorbos de su taza, extendía su mano izquierda sobre la mesa como acariciando al aire. En ocasiones decía algunas palabras al viento, luego volvía a mirar aquel bello paisaje que parecía extraído de alguna pintura del museo de bellas artes. Se quedó allí como todas las mañanas, sentado en aquella silla, sereno, dejando que el tiempo siga su camino. Como todas las mañanas, de la misma forma que años atrás lo hacía con su amada, se sienta a tomar café con leche en aquella mesa, contemplando el nuevo día. Pero ahora y desde hace ya dos años quien lo acompaña es el recuerdo, el recuerdo de aquella a mujer a quien juró amar por siempre, el recuerdo y el amor por esa mujer de quien ni la muerte le ha podido separar.

2 comments:

Carolin Guzmán said...

Cuanta nostalgia y tristeza se siente en el ambiente que describes, a pesar del paisaje y del saludo del sol tímidamente. Con este escrito me recordaste una canción que dice: el amor verdadero no es para toda la vida, es para siempre. Y creo que es cierto porque aún después de la vida el amor no tiene porque morir. Y esto es una realidad hay personas que pierden su pareja pero que la recuerdan como si estuvieran a su lado toda una vida. Es importante aceptar lo que no esta y lo que no puede volver hacia atrás pero también es importante recordar porque es una buena forma de alimentar nuestra alma.

Saludos Pedro,
Me encantó este escrito.

pvilas said...

gracias carolin, me encantó tu comentario... :)